En el capítulo V de la Constitución Dogmática Lumen Gentium (sobre la Iglesia), leemos el siguiente título: "La vocación de todos a la santidad en la Iglesia". Es decir, ser santo es algo destinado a todo y cualquier bautizado, ya tantos otros que ni son cristianos.
Así, todos estamos llamados a la santidad; "Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios”. (apartado 41)
Jesús habló: "Sed perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48); y san Pablo nos recuerda lo siguiente: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (Ts 4,3). También escribió que Cristo amó a la Iglesia como si fuera su esposa, a fin de santificarla. Todos los fieles cristianos son llamados a la santidad ya la perfección de la caridad. El paso de imperfectos a perfectos se da siempre a partir del amor (Fl 3,12).
En verdad, el amor de Dios, fuente de todo, encarna en el amor humano. El amor de Dios viene a desabrochar, desarrollar, el amor del hombre por la mujer y la mujer por el hombre. Es así como ellos son "imagen y semejanza de Dios".
Es así como el Génesis habla del matrimonio (1,27). San Pablo usa un lenguaje complementario: la del don de sí hasta el extremo. Dice: "Maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef 5,25).
En el corazón del amor, está la Cruz, el don total de sí al otro. ¡Amar es darse por completo! Exigencia del amor.
Sin embargo, el Padre Caffarel, uno de los fundadores del Movimiento de los Equipos de Nuestra Señora, dedicado a la espiritualidad conyugal, corrige lo que podría ser una "media verdad": "Amar es dar?".
"El amor es respirar: inspirar y expirar, dar y recibir. El amor se asfixia cuando este ritmo no es respetado". Como se necesita tiempo para aceptar, recibir, depender del otro por amor... Dios está en el centro de esta relación, El que es Padre, Hijo.
Espiritualidad es vivir bajo la acción del Espíritu Santo acogiendo sus inspiraciones y poniéndolas en práctica. La vida espiritual auténtica no dispensa el sentido común, la racionalidad, la coherencia de comportamiento y se armoniza con las exigencias fundamentales del ser humano considerado en sus situaciones concretas. La verdadera espiritualidad engloba todos los aspectos de la vida. Ella integra en la propia vida espiritual todos los elementos que componen la trayectoria humana.
Una de las dificultades que el cristiano encuentra cuando casa, es la inseguridad que siente ante esta nueva criatura de Dios que es la pareja. Al mismo tiempo que cada uno está llamado a conservar una profunda identidad individual, el matrimonio busca fundir en una nueva personalidad, en una nueva espiritualidad, en un nuevo ser muchas características y actitudes que pasan a ser dos.
Así, además del encuentro individual del marido y de la mujer con Dios, la nueva criatura - el "ser-matrimonio" - también tiene necesidad de comunicarse con Él. Y eso también será intensificado más tarde, cuando los hijos vendrán a complementar esa unidad de amor y de vida, que es la familia.
La espiritualidad conyugal es aprender, del Espíritu, cómo vivir conjugado, unido; es para ser vivida en la carne, situada en el tiempo y en el espacio; es concreta, dinámica. Es una espiritualidad encarnada, una gracia que santifica a la pareja, no a pesar de la vida conyugal, sino por medio de ella. La vida conyugal se convierte en instrumento y medio de vivencia y expresión de la espiritualidad.
Podemos hablar en espiritualidad conyugal precisamente porque fue Dios mismo quien, a lo largo de las páginas de la Sagrada Escritura, se apropió de esa imagen para expresar y manifestar su infinito amor por la humanidad. El amor conyugal debe ser un anuncio explícito del amor apasionado de Dios por la humanidad. Todo esto porque Dios lo hizo instrumento de revelación de su amor por nosotros.
La espiritualidad conyugal, y como consecuencia la espiritualidad familiar, tiene la gran misión de ayudar al ser humano moderno a encontrar los caminos para esa ayuda de lo Alto. La falta de una espiritualidad conyugal se ha convertido en uno de los grandes asesinos del amor. Sin la fuerza del Alto, nadie persevera en el amor. Sin la fuerza del Alto nadie pasa de la pasión al amor. Sin la fuerza de lo Alto es imposible encontrar sentido para la vida conyugal.
Y esa espiritualidad debe evolucionar dentro del matrimonio, por la gracia del propio sacramento. Evolucionar significa variar, conservando el mismo sentido, permaneciendo en la misma dirección y manteniendo los objetivos.
Esta evolución pasa por diferentes etapas, como son las etapas de la vida de una pareja, en que diversificadas son las expectativas, nuevos los compromisos, otras son las solicitudes internas, la distribución del tiempo varía, los compromisos se alteran, el trabajo adquiere un nuevo es decir; las satisfacciones, las frustraciones, los conflictos y los desafíos del mañana serán diferentes de los de hoy. Todo esto cuenta en la espiritualidad.
Esta evolución no es uniforme y no siempre previsible. Hay muchas sorpresas en el camino, por más que estemos preparados y las hayamos previsto como probables. Una verdadera espiritualidad ayuda a la pareja a vivir lo imprevisible y juntos, confiados, caminar hacia adelante. El cristiano no puede quedarse parado en la etapa infantil de su fe. Él es llamado a hacerse adulto en Cristo y crecer en la sabiduría divina (1Cor 13,11).
El Papa Francisco en Amoris Laetitia afirma:
“Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y más el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más pleno. Dice la Palabra de Dios que «quien aborrece a su hermano está en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Mi predecesor Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios», y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro». Sólo «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12). Puesto que «la persona humana tiene una innata y estructural dimensión social», y «la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia», la espiritualidad se encarna en la comunión familiar. Entonces, quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la unión mística”. (AL, 316)
Y continua:
“Si la familia logra concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con él permite sobrellevar los peores momentos. En los días amargos de la familia hay una unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. Las familias alcanzan poco a poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a través de la vida matrimonial, participando también en el misterio de la cruz de Cristo, que transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de amor». Por otra parte, los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos cotidianos ese «espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado». (AL, 317)